¿POR QUÉ LA «PAZ» BÍBLICA NO SIGNIFICA SIMPLEMENTE «ESTAR TRANQUILO»?
«Y el mismo Señor de paz os dé siempre paz en toda manera.» (2 Tes. 3:16a)
Uno de los anhelos más comunes del apóstol Pablo era el que sus hermanos pudiesen gozar constantemente de la paz. No es casualidad, que al saludar en sus epístolas utilice constantemente la expresión: «Gracia y Paz», y que lo haga no por cortesía, sino como una expresión de deseos santos.
La palabra paz en griego (εἰρήνη) era muy común en el tiempo bíblico, pero en nuestros días la gran problemática con este término radica en la definición que se le ha otorgado. Para muchos, la paz se define solo como la ausencia de conflictos o guerras; pero cuando miramos las Escrituras, apreciamos que significa mucho más que eso.
Veámoslo de esta manera, si tener paz implicara solo el vivir sin ningún tipo de conflictos, las personas podrían lograr este estado por medio de mentiras, o el consumo de drogas, o incluso a través de una buena siesta. Pero eso solo generará una ausencia temporal y efímera de los problemas que nos puedan aquejar en un determinado momento de nuestras vidas. No tardaríamos mucho en notar que todas las dificultades finalmente siguen estando presentes. Aquel intento por obtener paz de manera infructuosa termina siendo altamente engañoso.
La verdadera paz, entendida bíblicamente, es aquel bienestar y satisfacción que se consigue aun en medio de los conflictos como resultado de una confianza firme en el control soberano de Dios. Esta paz es el resultado de sabernos amados y perdonados por un Dios que se preocupa activamente de lo que es mejor para nosotros, aunque lo mejor implique momentos difíciles y dolorosos. La paz bíblica tiene un solo origen, y ese es el mismo Dios. El apóstol Pablo lo afirma de la siguiente manera:
«Pablo, apóstol de Jesucristo por la voluntad de Dios, y el hermano Timoteo, a los santos y fieles hermanos en Cristo que están en Colosas: Gracia y paz sean a vosotros, de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo» (Col. 1:1)
Es notable admirar como la gracia y la paz provienen exclusivamente «de» Dios el Padre y Jesucristo. En ellos está la fuente y el origen de nuestra paz, y en ellos la oportunidad de recibirla.
La Biblia nos enseña que luego de la entrada del pecado al mundo (Génesis 3), el hombre nace con una disposición rebelde hacia Dios. Cada día de su existencia el hombre trata de complacerse a sí mismo, rechazando la autoridad divina y, por lo tanto, experimenta un constante rechazo y enemistad activa hacia su Creador. La ausencia de paz queda en evidencia por la realidad latente del pecado.
El hombre natural, es decir, quien no ha aceptado por la fe la salvación prometida en Cristo, tristemente no piensa en Dios, ni mucho menos puede lograr la paz con Él en sus propias fuerzas, ya que sus mejores esfuerzos, en el mejor de los días, no son más que «trapos de inmundicia» comparados con la Santidad y la Pureza de Dios (Is. 64:6). Así que, en nuestro estado pecaminoso, no podemos reconciliarnos y tener paz con Dios, no importa cuánto tratemos de intentarlo, siempre fallaremos. Ahora el problema es aún mayor, puesto que la Escritura enseña que el hombre natural ni siquiera desea reconciliarse con Dios (Rom. 3:10-11).
Así mismo, las Escrituras nos enseñan que fue Dios quien tomó la iniciativa de buscar la paz con el hombre, y lo hizo al prometernos que nos enviaría un «Príncipe de Paz» (Is. 9:6), su hijo Jesús. El nacimiento de Jesús fue anunciado por ángeles con estas palabras: «Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz entre los hombres en quienes Él se complace» (Lc. 2:14). Jesús vivió una vida perfecta en esta tierra, y murió de una manera despreciable, para llevar el «castigo de nuestra paz sobre Él» (Is. 53:5).
Antes de morir, Jesús prometió a los suyos: «La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo» (Jn 14:27). La muerte y resurrección de Cristo hicieron posible que el hombre pueda ser justificado delante de Dios, es decir, declarado legalmente sin culpa ante Él, solo mediante la fe en Cristo, al creer «el evangelio de la paz» (Ef. 6:15). Como consecuencia natural, el hombre entonces puede disfrutar de la paz para con Dios, tal como lo señala Romanos 5:1. Una paz que refleja que nuestra gran deuda por el pecado ya ha sido cancelada y que Dios nos ve como justos (Col. 2:14; Ro. 3:22). «Ya no somos enemigos, sino hijos amados» (1 Jn 3:2) y podemos tener comunión con la naturaleza Santa de Dios, porque Él nos ve «en Cristo», o sea, como si hubiésemos sido siempre tan justos como Jesús.
Tal como nos muestra el texto, es Dios el dador de la verdadera paz a quienes le pertenecen. Los incrédulos no viven esa paz, y en el mejor de los casos, ellos podrían experimentar una tregua cuando Dios en su misericordia les manifiesta su paciencia, pero, aunque hay una tregua, no hay una verdadera paz.
La gracia y la paz fluyen de nuestro Creador. No podemos hacer nada humanamente para conseguir la verdadera paz. No existe un método humano lo suficiente sofisticado que nos asegure tal condición. Por más que medites, te aísles, te desintoxiques digitalmente, o te retires en silencio, no podrás llegar en tus propios méritos a la paz. Dado que ésta solo proviene de Dios, debemos acudir única y exclusivamente a Él para obtenerla.